No es tan sencillo imprimirle el rostro humano a cualquier objeto, especialmente cuando se trata de esculpir el barro o arcilla, no sólo para dar forma a figurillas sino a innumerables ejemplos de vasijas de cerámica a las cuales se les daban rasgos antropomorfos (“con forma humana”), adaptando la forma redonda, ovalada o cilíndrica de la vasija para darles realce y volumen.
Existe muy poca información sobre las vasijas con rostro. Se conocen las técnicas de manufactura, pero se desconoce su posible función o simbolismo. Es más, pareciera que las vasijas solamente fueron decoradas con rasgos antropomorfos como una forma de reflejar, en las cosas, la naturaleza humana o nuestro propio espíritu. Sobre esto el célebre mesoamericanista Alfredo López Austin (1996) dijo, en referencia a la cerámica de los nahuas, lo siguiente:
“la cara es el sitio por el que surge al exterior la fuerza vital del aliento, que como se ha visto, está cargada de sentimiento y de calor moral. Esto hace del rostro humano el espejo de las virtudes del individuo…” (López Austin, 1996: 184). Por otro lado Emilia Raggi Lucio (2012) dijo que “para los mayas la cabeza era una marca de la individualidad, de todo el cuerpo”, lo que se hacía extensivo a la cara.
Los estudios arqueológicos que más se acercan a analizar las “vasijas con rostro” son los que se refieren a las “vasijas-retrato” de la cerámica Moche de Perú, sin embargo, estas se caracterizan por su realismo facial y se clasifican como retratos en forma de vasija –hechos con molde- y no al revés, como es el caso de Mesoamérica. Lo único que tenemos en común son los rasgos antropomorfos y que el término “vasija” se les da “por el consenso que existe de que estos objetos podrían haber servido para contener líquidos” (Millones, 2011: 6). En Perú, por ejemplo, vasijas con rasgos antropomorfos se han clasificado como “vaso escultórico” y “cántaro escultórico” (Larco, 2001), al contrario de Mesoamérica, donde las vasijas con rostros humanos no son retratos, pero sí presentan rasgos específicos interesantes que realzan o exageran las facciones.
En el caso de las vasijas con rostro, estas únicamente presentan una decoración muy sencilla lograda a través de elementos como pintura para definir los rasgos; acanaladuras y líneas incisas para representar arrugas y cabello; y bolitas aplicadas y volutas en relieve para representar diseños con tatuajes, cicatrización y bigotes. Las caras pueden aparecer dentro de un medallón o como parte integral de la vasija, complementando los rasgos en relieve con los otros elementos de la vasija, como los soportes, las vertederas, las asas y las tapaderas.
Las “vasijas de cuerpo entero” como pequeñas esculturas
Los recipientes-efigie comienzan a aparecer en el periodo Pre-Clásico Tardío (250 a.C.- 250 d.C.) y prevalecieron hasta la época de la Conquista española. Generalmente no eran vasijas para beber, pues resultarían frágiles e incómodas, sino para colocar líquidos como agua, pulque, cacao o alguna otra bebida con carácter de ofrenda. Si para las ofrendas sólidas se usaban platos y cuencos, para las líquidas se utilizan vasijas.
Las vasijas con efigies antropomorfas son como pequeñas esculturas, pero la forma de la vasija no se pierde sino que mantiene la función de toda la obra como contenedor, respetando las siluetas geométricas básicas. En estos casos, la apariencia humana se limita a formas completas sobrepuestas a la superficie o que se proyectan a partir de la forma de la vasija.
La individualidad de la pieza, como en una escultura, depende de la representación de la cabeza y en la presencia de cabello, ombligo y genitales. Un rostro que gira hacia un lado y un torso que contribuye a dar forma de la vasija, le da vida y expresión. Las piezas de mayor tamaño generalmente se conocen como “urnas funerarias” porque varias se han encontrado comúnmente en las tumbas.
En efecto, para los pueblos mesoamericanos, las almas o fuerzas sagradas que daban vida a los hombres y al resto de los seres vivos circulaban por los cuerpos de las criaturas vivas y se disipaban tras la muerte. Las vasijas efigie podrían haber sido recipientes provisionales para el alma del difunto, aunque también se ha argumentado que recibían líquidos entregados al difunto para su viaje.
En general y desde época muy temprana, el arte mesoamericano osciló entre el naturalismo y la abstracción al representar el cuerpo humano. En algunas obras se aprecia una descripción detallada de la fisonomía y el aspecto del cuerpo, y en otras vemos formas esquemáticas e incluso geométricas.
Aun cuando el repertorio decorativo parezca limitado, su aplicación es sorprendentemente diversa. La vasija llega a ser casi “humana” cuando los brazos se convierten en asas; los pies funcionan como soportes de la vasija y el cuello se convierte en cabeza gracias a un rostro con ojos, nariz, boca y orejas.
La pintura y otros detalles decorativos terminan de dar vida a la vasija, identificándola como un hombre, una mujer, un anciano, una deidad y hasta un animal.
No es tan sencillo imprimirle el rostro humano a cualquier objeto, especialmente cuando se trata de esculpir el barro o arcilla, no sólo para dar forma a figurillas sino a innumerables ejemplos de vasijas de cerámica a las cuales se les daban rasgos antropomorfos (“con forma humana”), adaptando la forma redonda, ovalada o cilíndrica de la vasija para darles realce y volumen.
Existe muy poca información sobre las vasijas con rostro. Se conocen las técnicas de manufactura, pero se desconoce su posible función o simbolismo. Es más, pareciera que las vasijas solamente fueron decoradas con rasgos antropomorfos como una forma de reflejar, en las cosas, la naturaleza humana o nuestro propio espíritu. Sobre esto el célebre mesoamericanista Alfredo López Austin (1996) dijo, en referencia a la cerámica de los nahuas, lo siguiente:
“la cara es el sitio por el que surge al exterior la fuerza vital del aliento, que como se ha visto, está cargada de sentimiento y de calor moral. Esto hace del rostro humano el espejo de las virtudes del individuo…” (López Austin, 1996: 184). Por otro lado Emilia Raggi Lucio (2012) dijo que “para los mayas la cabeza era una marca de la individualidad, de todo el cuerpo”, lo que se hacía extensivo a la cara.
Los estudios arqueológicos que más se acercan a analizar las “vasijas con rostro” son los que se refieren a las “vasijas-retrato” de la cerámica Moche de Perú, sin embargo, estas se caracterizan por su realismo facial y se clasifican como retratos en forma de vasija –hechos con molde- y no al revés, como es el caso de Mesoamérica. Lo único que tenemos en común son los rasgos antropomorfos y que el término “vasija” se les da “por el consenso que existe de que estos objetos podrían haber servido para contener líquidos” (Millones, 2011: 6). En Perú, por ejemplo, vasijas con rasgos antropomorfos se han clasificado como “vaso escultórico” y “cántaro escultórico” (Larco, 2001), al contrario de Mesoamérica, donde las vasijas con rostros humanos no son retratos, pero sí presentan rasgos específicos interesantes que realzan o exageran las facciones.
En el caso de las vasijas con rostro, estas únicamente presentan una decoración muy sencilla lograda a través de elementos como pintura para definir los rasgos; acanaladuras y líneas incisas para representar arrugas y cabello; y bolitas aplicadas y volutas en relieve para representar diseños con tatuajes, cicatrización y bigotes. Las caras pueden aparecer dentro de un medallón o como parte integral de la vasija, complementando los rasgos en relieve con los otros elementos de la vasija, como los soportes, las vertederas, las asas y las tapaderas.
Las “vasijas de cuerpo entero” como pequeñas esculturas
Los recipientes-efigie comienzan a aparecer en el periodo Pre-Clásico Tardío (250 a.C.- 250 d.C.) y prevalecieron hasta la época de la Conquista española. Generalmente no eran vasijas para beber, pues resultarían frágiles e incómodas, sino para colocar líquidos como agua, pulque, cacao o alguna otra bebida con carácter de ofrenda. Si para las ofrendas sólidas se usaban platos y cuencos, para las líquidas se utilizan vasijas.
Las vasijas con efigies antropomorfas son como pequeñas esculturas, pero la forma de la vasija no se pierde sino que mantiene la función de toda la obra como contenedor, respetando las siluetas geométricas básicas. En estos casos, la apariencia humana se limita a formas completas sobrepuestas a la superficie o que se proyectan a partir de la forma de la vasija.
La individualidad de la pieza, como en una escultura, depende de la representación de la cabeza y en la presencia de cabello, ombligo y genitales. Un rostro que gira hacia un lado y un torso que contribuye a dar forma de la vasija, le da vida y expresión. Las piezas de mayor tamaño generalmente se conocen como “urnas funerarias” porque varias se han encontrado comúnmente en las tumbas.
En efecto, para los pueblos mesoamericanos, las almas o fuerzas sagradas que daban vida a los hombres y al resto de los seres vivos circulaban por los cuerpos de las criaturas vivas y se disipaban tras la muerte. Las vasijas efigie podrían haber sido recipientes provisionales para el alma del difunto, aunque también se ha argumentado que recibían líquidos entregados al difunto para su viaje.
En general y desde época muy temprana, el arte mesoamericano osciló entre el naturalismo y la abstracción al representar el cuerpo humano. En algunas obras se aprecia una descripción detallada de la fisonomía y el aspecto del cuerpo, y en otras vemos formas esquemáticas e incluso geométricas.
Aun cuando el repertorio decorativo parezca limitado, su aplicación es sorprendentemente diversa. La vasija llega a ser casi “humana” cuando los brazos se convierten en asas; los pies funcionan como soportes de la vasija y el cuello se convierte en cabeza gracias a un rostro con ojos, nariz, boca y orejas.
La pintura y otros detalles decorativos terminan de dar vida a la vasija, identificándola como un hombre, una mujer, un anciano, una deidad y hasta un animal.
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